lunes, 30 de julio de 2007

¿Qué fue julio?


Los rostros de la dicha pueden ser tan infinitos como los del dolor. Ahora lo sé. Pero el dolor es fortuito, necesario, ese infinito rostro del sufrimiento es necesario para la vida y es la vida. Pero las caras de la dicha, por el contrario, siempre son caras elegidas. Son el producto de la decisión que se toma de ser dichoso, de gozar de algo. Esa área, creo, es una de las pocas cosas en las que los hijos de los hombres podemos hacer un verdadero intento para ser libres.

Toda mi vida he escuchado de la dicha como decisión. Como voluntad de nuestro ser hasta cierto punto impuesta al mundo, del cual me consta su absurdo, su incoherencia, su vacío, su dolor innumerable. Lo he leído de farsantes como Coelho, y lo he leído en genios-casi-iluminados como Gandhi y Hesse. Como todo buen principio, me digo, ha de haber sido devirtuado de todos los modos posibles, pero su verdad debe caer por peso propio cuando llegás hasta ella, al día en que podés recibirla de cuerpo entero y no sólo jugar a que se posó sobre tu cabeza.

Porque no es sólo que tras ese largo y pesado mayo –tan bien y oscuramente registrado en este blog- las cosas no hayan dejado de mejorar. Es por el hecho de cómo lo he vivido. No exagero con lo muy bueno, pero estoy valorando cada pequeña cosa. Así de simple: no es que todo esté en su sitio (sería un solipsista inútil si me dejara caer en esa modorra), pero valoro lo bueno, casi milagroso y bello de que las cosas que lo están en efecto lo estén.

El mundo sufre, yo volveré a sufrir. En estas semanas he sido objeto de afrenta e injusticia unas cuantas veces. Pero a diferencia de antes, ninguna de ellas ha sido más grande que yo. Mi decisión de ver las alternativas, de no dejarme aplastar, de mirar las oportunidades en el error o en las desventaja: principios largamente escuchados, pero hasta ahora sentidos, me sostienen, y me dicen que el refugio camina y que, quizá por primera vez, tiene pilares sólidos que no temerán aunque los muros caigan todas las veces que hagan falta.

Una amiga me decía que se asombraba de lo mucho que sé. Rechacé amable pero vehementemente esa afirmación. Le dije: “Para mí el punto de tratar de conocer el mundo no es llenarse de conocimiento, si no aprender a sentir. Saber en sí mismo no es nada ni te da nada. Pero si lo que aprendés se convierte en vida, en sensibilidad, en acción, entonces nunca de cansarás de conocerlo. En el fondo, es una cuestión de amor” .

Y así está siendo, hoy.