jueves, 18 de enero de 2007

Lo que deja el Informe sobre ciegos

Creo que, como la mayoría de los que ha leído con de media a mucha seriedad el Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato, me hallo inmerso en medio de una serie de reflexiones de orden existencial, pero aún más dentro de un fuego inquieto y crepitante de intuiciones no pronunciables acerca de mi propia existencia.

Y es que me consumen, como si ante mí se hallara esperando por decisión del devenir completo del mundo.

Como si todo lo que he sido/pasado estuviera hablándome a gritos en una lengua que desconozco, mientras que el futuro, lo voy a ser/hacer, se posara como un ave gigante ante mí, pero es tan inédito que no puedo verle pese a la salud de mis ojos.

Sí: ahora me ocupa el problema del destino. Estoy al borde de afirmar de nuevo que todo pasa por un motivo, aceptando así la existencia de una supravoluntad que guía una máquina determinista donde toda decisión es ilusoria. Pero a la vez quiero seguir probando mi creencia reciente en que somos de algún modo en verdad libres, pese a que eso es aceptar la pequeñez de mi voluntad ante el devenir caótico e inconmensurable de un universo autorregulado en dirección hacia su muerte.

Algo como decir que mi ser y quehacer, al final, son como la hoja que trata de oponer resistencia ante la tormenta que la arrancó de su rama.

Perra Humanidad

Hoy topé un perro que hurgaba la basura detrás del museo en donde trabajo. Famélico, tenía una mancha oscura, casi rojiza, en medio de su pelaje marrón, señal inequívoca de que había sido herido ahí, explicación probable de su caminar tortuoso y lento. Merodeaba olfateando los desechos que de seguro otros perros habían dispersado.

Me quedé viéndolo por un momento: pese a que habían cosas comestibles, no tomó nada. De hecho, tuve la impresión de algo relacionado con su excesiva delgadez y la herida lo hacían ya incapaz de comer. De pronto, por unos segundos, se quedó quieto y me miró: confirmé mis sospechas. Estaba muriendo. Y revolcaba los restos como si no fuese a hacerlo, como si su condición pudiera ser obviada por seguir actuando como si no la tuviera.

Al seguir con mi camino, sentí claramente que algo en la condición de ese animal (que había llegado a inquietarme con su mirada patética) era análogo a la condición de toda la especie humana. Fuera de lo explicable, o de lo que quisiera reconocer, lo que miré en el perro me habló acerca de lo que realmente es la vida de millones de personas, quizá de la mía.

Pero no quise convertir ese malestar en argumentos. Unos ojos agonizantes pero esperanzados –tan estúpidamente esperanzados- lo habían dicho todo. Pero yo prefiero creer en mi vida, y escribo esto para dejar atrás al canino que de seguro ya está muerto. Para pretender que no vi ni sentí nada.