domingo, 4 de noviembre de 2007

La vocación mesiánica de los niños índigo

Está escrito:

A mediados del vigésimo primer siglo de la cuenta cristiana, la raza humana estaba afectada por múltiples y espantosas tribulaciones. Calcinaba el sol la tierra que ahora carecía de árboles casi en su totalidad. Guerras múltiples desgarraban con odios étnicos las antiguas naciones, sublevábanse los migrantes discriminados en todas las metrópolis, invasiones se emprendían para robar el agua y el petróleo de aquellos que aún los tuvieran. La hambruna y la miseria afectaban a muchos, mientras la corrupta burguesía también veía su prosperidad desvanecerse en medio de la sangre que fluía incesante en sus intrigas por el poder.

Pero he aquí que en medio del caos apareció aquél a quien llamaron Príncipe de Magog, hijo de las Frías Estepas, el cual se hizo poderoso primero en el Oriente para luego ir venciendo por guerra, habilidad y comercio a todas las regiones de la Tierra. Logró él la hasta entonces imposible tarea de someter a toda la especie bajo el mismo trono y la misma autoridad. Así, tras pagar alto precio tanto en sangre como esfuerzo, vinieron por fin el orden y la paz sobre el mundo.

Durante los luminosos pero breves días de la Reconstrucción, sin embargo, proliferaron también  los grupos fanáticos que fermentaron bajo los dolores padecidos por el mundo en el caos aún reciente. Eran muchos y llenos de fe los seguidores de un tal Jehová, mito que rigió el Occidente por largo tiempo. Afirmaban que este, por sangre, enfermedad y hambre,  había prevalecido por encima de varios otros dioses ya en el pasado. Esperaban su retorno a través de un Hijo de cuya leyenda no queda registro.

Las sectas trajeron nuevas dificultades: primero con sus rebeliones, pero más cuando surgió del corazón de las selvas sobrevivientes una peste desoladora que comenzó a diezmar a la ya escasa humanidad. Indescriptible eran el horror y le fetidez que cubrían cada región a la que llegaba esta mortandad. El Amo del Mundo dio orden para que todos lo que quisieran vivir bajaran a los refugios subterráneos que se contruían con frenesí, pues se había descubierto que cientos de millones morirían antes de encontrar una cura.


Pero de entre los Adoradores del Dios Occidental surgió un hombre que se proclamó Profeta, y anunció La Plaga como castigo por los múltiples pecados que había cometido el hombre en los días de oscuridad, entre los cuales el peor había sido someterse al Señor de Oriente, Príncipe de Magog, al que acusaba de ser verdadero Anticristo y Diablo Destructor. Por lo cual ordenó a sus creyentes que no se refugiasen bajo tierra ni confiasen en la ciencia satánica, si no que aceptaran la purga que Dios realizaba sobre el mundo, en medio de la cual serían salvados sólo los Niños Índigo, la semilla elegida del Cielo para la nueva humanidad.

Pocos fueron, entonces, los que no creyeron sus palabras. Era tal la devastación ya presente que cualquier esperanza servía, y muchos eran los que odiaban a Magog tras la Madre de las Guerras. Decidieron entonces morir firmes en su fe, puesto que ella inflamaba sus corazones y los convencía de que las palabras del Profeta eran verdad. Escaso fue el número de los bajaron a los refugios y creyeron más en el Señor de Oriente, quien vio en esto la oportunidad de limpiar su nueva nación de indeseables.

La Plaga arrasó con toda vida humana sobre la superficie de la tierra en cuestión de meses. Los últimos creyentes en morir clamaban a su Dios, con los brazos levantados al firmamento, suplicando por la seguridad de sus Niños Índigo, fueran quienes fueran, pues de aquellos vendría la simiente que con el tiempo daría justo castigo a los impíos que habían huido bajo tierra. Ese fue su ruego, hasta que todos cayeron en agonía y sus huesos se secaron bajo el ardor indiferente del sol.


***

Jehová despertó por causa del fuerte murmullo que se escuchaba fuera del palacio. Se reprochó el haberse tomado otra siesta. Nunca sabía cuánto duraban y usualmente había mucho desorden después de que se tomaba esos descansos. Pero a veces el aburrimiento, hasta para él, era demasiado, y soñar era el mejor de los escapes.

Lavó su cara, se puso su bata y salió a la terraza para averiguar cuál era la causa del ruido. Quedó estupefacto: eran miles de millones de almas humanas clamando fuera al mismo tiempo. Entró a la habitación, llamó a su secretario, le pidió un detallado informe de los hechos recientes en la Tierra y quedó sorprendido por lo que escuchó. Era la siesta con los resultados más nefastos que se había dado, peor aún que la del Diluvio Universal. Esto le dolió un poco en su orgullo, así que se puso su traje de gala y ordenó que le trajesen pronto la base de datos para iniciar la entrega de ciertas compensaciones a las almas que estaban fuera.

Así, pues, comenzó Jehová a repartir su Juicio sobre todos aquellos que le habían esperado en los jardines del palacio pensando que eran el Cielo. Fue indulgente con la vasta mayoría, sobre todo en virtud de lo mucho que habían esperado, lo mezquinas que habían sido la mayoría de sus vidas, y el desinterés general que le generaban sus prosaicas existencias.

Pero cuando llegó el turno de hablar con el grupo de sus autoproclamados Adoradores de los Últimos Días, los que fueron muertos por causa de la Plaga Final, estos le provocaron un especial desagrado. Éste aumentó cuando, apenas llegando, comenzaron a reclamarle por causa de su sádica crueldad y por la falsedad de las palabras que le había dado al Profeta: conversando entre sí, se dieron cuenta que ni uno solo de los fervorosos creyentes se había salvado de la mortandad. 

El dios escuchó con detalle y paciencia la historia; acusó de charlatán al Profeta y ordenó especial castigo para él. Luego de que se lo llevaran, se dirigió a las almas que observaban perplejas cómo su líder era el único que se iría al infierno. Con una voz entre la ironía y la compasión, le dijo a la multitud:

- ¿En serio nadie os dijo que los Niños Índigo eran sólo un cuento de hippies?