domingo, 12 de octubre de 2008

Breve ilustración sobre des- y post- encuentros

La semana llegó a su día final con un balance sumado de nostalgia, recuperación de fuerzas y desamor no previsto. Balance no tan negativo pero solicitador de una leve reorientación de energías, acciones y expectativas.

La vida, dama con boca escarlata de perenne sonrisa irónica, grave y dulce voz de sarcasmo contínuo, mirada tan atemorizante como profunda, me dio a beber reunión y memoria entre ayer en la noche y esta mañana. Gracias a un esporádico saludo en la Universidad Nacional ayer en la tarde, nos pusimos de acuerdo Luis Pablo Orozco, Percy Víquez y Alonso Ramírez para compartir un rato. Jorge Quirós, a quien también quería en la reunión, no se unió a nosotros en esta ocasión. Ellos fueron compañeros míos en el Liceo de Heredia desde 1996, cuando estábamos en séptimo. Desde entonces, a brincos y saltos, hemos sido amigos por ya doce años.

Es casi redundante, en el caso de quien me conoce, el decir que en las reuniones anteriores con frecuencia fui yo el que se perdía, el que posponía, el que no llegaba, quien complicaba las cosas. [Persistente ha sido mi mal hábito de no darme feliz a quien más me quiere y dar de más, para mi angustia, a quien no me querrá]. Creo entonces que fue un añadido extra de interés el que en los pocos minutos en que Pablo y yo nos vimos en la entrada de la UNA fuese yo el que propusiera día, hora y sitio para la reunión.

Ayer, tras de mi meditación, me puse a repasar un poco experiencias y pasos dados en medio de todos estos años. Al conocernos, éramos uno niños, y no pude evitar el ver con mucha vividez –es un horror y una bendición esta memoria mía- todo tipo de cosas que pasamos en esos años simples e idealizables, en particular a la luz de todo lo que no has llegado a ser en esta edad en que, entonces, esperabas ya serlo casi todo.

Me fui luego al trabajo. A la salida, encaminarse a Heredia, pensar en el restaurante correcto y buscar en vano a Jorge. Aún mientras se decidía a dónde ir, ya reíamos con una frescura que sólo puede dar, creo, el haber compartido la época en que nosotros éramos los seres frescos, tan ingenuos y perversos a la vez, haciendo dramas y comedias de pequeñeces tras las cuales, como todo ser que madura, se iban gestando los dolores que aún no hemos resuelto.

Lo cierto es que abundaron las bromas, y pesadas; el repaso algo grosero de los últimos años, siempre entre sonrisas e incertidumbres apenas vislumbrables tras el tono de la voz y unas miradas enfriadas de súbito, y al final una especie de charla motivacional marcada por una especie de subterráneo: “Pero bueno, hombre, se está bien… Ya llegará el amor, un mejor empleo, no habrá que estarla pulseando tanto. Seguridad en vos mismo y confianza y en futuro. Hay que tenerse fe”, y etcétera. Un puro goce del instante, tan bueno como siempre es eso, bálsamo contra toda bilis que nos infecta a ratos la memoria o la cotidianidad.

Dada la hora en que nos despedimos de Percy -3 a.m.- preferí quedarme en Heredia. Eso implicó ir a casa de Luis Pablo, y subir a la habitación donde él y yo, hace casi una década, comenzamos a forjar juntos nuestros gustos cinematográficos a punta de Kubrick, Eastwood y Minghella –en VHS, por supuesto- o dimos los primeros pasos hacia The Beatles, entre cassettes y CDs de compraventa, tejiendo los primeros nudos del apego persistente que como hijos de los 90s mi amigo y yo seguimos teniendo a los 60s, como si fuera esa la era en que de verdad nos tocaba nacer en vez de esta.

Es increíble ver tanto de vos en una habitación que nunca fue tuya. Quizá por ello el candor en los muros ahora un poco más opacos y agrietados, so mérito de que Pablo nunca asimiló, de mí o de nadie, una pizca de neurosis por el orden o la nitidez en los espacios vitales. Allí comenzó a contarme de la faceta a la que más amor le ha puesto junto con su maestría en historia, la de activista político universitario. Era un gozo escucharle, él tan tímido y retraído hasta el tercer año de colegio, para luego volverse líder colegial contra el combo ICE y baluarte del Movimiento del NO al TLC en Heredia. Vi al ausente Jorge diciéndome, en una reunión hace como dos años: “Mae, usted sabe que siempre juré que era usted el que se iba a meter en estas varas de política, movimientos estudiantiles y la vara…”. Y de pronto me pregunté, con algo de vergüenza, por qué en tantos años de universidad y con mis convicciones nunca hice ni el arranque para tal camino.

Nos venció el sueño al borde del alba. Yo no dormí más de dos horas, como siempre me pasa cuando estoy en una cama que no es la mía. Así que tuve tiempo para repasar cómos y por qués, siempre tan falsos como consoladores, del modo en que mi vida ha pasado a ser lo que es hoy, de cómo uno se ha convertido en el hombre a medio realizar que sin embargo piensa que algo ha hecho bien. Cuando Pablo despertó, comenzamos a hablar de mujeres y desamores, el persistente tópico irresuelto en distintos grados a lo largo de una docena de años.

La conversación –eso me alegró en parte- careció tanto del tono dramático como del cinismo a los que nos habíamos entregado en ocasiones anteriores. Esta vez nos enfocamos en dos puntos, simples pero que nos dieron mucho vuelo: primero, si en verdad mucha buena gente está sola hoy en día justo en virtud de que sabe amar, haciéndose con ella poco atractiva en un mundo superficial; segundo, si lo que hace que no se lleve a buen puerto relaciones con potencial o uno se entregue a relaciones sin futuro es la persistente búsqueda de espejismos basados en nuestras carencias, a una demanda sin sentido a la realidad de cosas que jamás podrá darnos.

Vinieron así a la habitación nombres, anécdotas, nudos de garganta y gestos de alivio, en sucesión bastante aleatoria. Me di cuenta de lo temprana que fue en mi vida - ¿a los trece años?- la conclusión de que las relaciones humanas están sobretodo marcadas por el desencuentro, y que el hallazgo del Otro tiene su virtud más en la honestidad del intento que en su logro real, siempre breve y escurridizo. Llegamos a conclusiones pacificadoras, por lo mismo algo frágiles, pero de pronto nos hallamos hablando del miedo a la vejez.

“It is better to burn out than to fade away”-fue mi reacción inicial, compartida la mayor parte del tiempo, para dar paso a nuestras inquietudes algo fuera de sitio ante algo tan lejano en principio, para luego decirnos que se nos olvidó que los 25 parecían a una eternidad de distancia cuando tenías 15, y no fue más que un pestañeo. Fue tan básico y absurdo, tan claro, que le tenemos miedo, pese al trabajo que cada uno de nosotros ha hecho con adultos mayores en su respectiva carrera. El ocaso es la peor noche sin identidad y si dependés hasta para tus cosas básicas - me dijo- Temo más a eso que a la muerte. No tiene que ser necesariamente así – respondí, percatándome de inmediato que irracionalmente me mentía. Y unos cuantos ciclos, hasta concluir, muy razonablemente, que de poco sirve discutir sobre lo inevitable: mejor actuar como mejor se pueda cuando llegue. De todos modos, nos dijimos, atreverse a vivir cada día con ganas de tener una identidad y un destino es en el fondo un total acto de fe, capaz de hacer palidecer muchas otras menudencias del porvenir.

A eso de las 9.45 a.m. salí de su casa. Me despedí fraterno, extranjero. Crucé Heredia de lado a lado, y los recuerdos saltaban en todas partes. Es tan mío esto, me dije, por ello tan infinitamente ajeno, inasible como todo lo que se posee porque en realidad es la ciudad o el pasado o el Otro los que te poseen a vos. Como en otros días de esta semana, sólo me percibía como si se superpusieran sin violencia todos los tiempos de mi vida en cada uno de mis pasos y miradas, con sutil horror divino, con sutil belleza en la carne que disfruta de respirar y seguir las órdenes de un alma que hoy, al llegar a la que llama casa, sólo desconocía con más certeza que hace unos días.